lunes, septiembre 24, 2018

#Metejón


Un par de ojos se avellanan frente a mi cámara, y una boca demasiado roja gesticula improvisada y enérgicamente cosas que yo le pedí. Ayer eran sólo los ojos y boca de una persona equis que se componía en mi cuadro, y de quién retuve el nombre sólo porque me han dicho que es más cordial referirse a la gente por sus nombres que por la ropa que usan. Hoy ese nombre ha adquirido peso semántico, ese nombre representa estos ojos y esa boca que me hacen reír, sin esperarlo, dejándome con ganas de pedirle más, y un "hagamos otra, pero ahora tratá de..." sólo para ver cuanto más hay en esos ojos y esa boca que tanto dicen y ayer no me daba cuenta. Es lúdica la intención, honesta y jovial. El juego es el de siempre, hacer que lo que sea que se me ponga delante dé lo que el guión pide que dé. Pero hoy hay una pulsión atávica detrás, mientras acuclillado soporto el peso de mi cámara fálica frente a su cara, y ella la envuelve y lubrica con su actuación. Mi respiración está excitada, mitad por la edad, la falta de ejercicio, y el tabaco constante, mitad por las ganas de seguir, de hacer otra toma, de no escuchar a la asistente de dirección que dice que llevamos una hora de atraso.
Seguimos adelante en el plan de rodaje, y ahora los ojos y la boca están en segundo plano. Entran tarde a mi encuadre, y de espaldas, dando patadas. Ahora son cuerpo, son movimiento, son energía explosiva. Trato de concentrarme en lo importante, en que se cuente la acción, que esté a foco, que el horizonte esté derecho. Pero se da vuelta, y los ojos y la boca vuelven voluptuosos a llenar mi plano, y un golpe de electricidad recorre un camino medio olvidado que va desde la base de mi hipotálamo hasta mi pubis; si no fuera porque puedo justificarlo heteronormativamente, me sentiría como Ignatius Reilly masturbándose con su perro muerto.
La toma se acaba, y hacemos otra; ahora estoy preparado. Puedo ignorar sus danzas frenéticas sabiendo que no falta mucho para que se dé vuelta y grite a boca de jarro en dirección a mi lente invasor, y que voy a llegarle al foco y que la haré enorme en la pantalla. Vuelve el golpe eléctrico, pero ahora lo espero. Lo disfruto, lo recuerdo. Me acuerdo de haberlo sentido hace casi diez años, y cómo ocho meses después decidí no volver a confiar en él. Casi diez años de amores que encontré sin su ayuda. Y casi diez años después vuelve la chispa a tratar de encender un cuerpo al que no se le para tanto cuando escribe como lo hacía en esa época.
Se acaba el día, y ella ya no va a volver a pararse frente a mí por lo que queda del rodaje. Nos etiquetan a ambos en alguna foto, y eso me abre la puerta al sapeo amoral desde el anonimato. Y descubro que esos ojos han visto cosas y esa boca las ha dicho. Es casi incestuoso, seguir dejando el pulso eléctrico fluir desde la cabeza a la ingle por esas palabras que parecen hermanas de las mías. El ritmo de su gramática late guiando mis ojos, y me desespero y alegro y río y sufro y medito dejándome llevar, arrebujado en sus dedos que escriben.

Ostara llega a Santiago siempre desapercibida. Envuelta en calles vacías y festejos violentamente masculinos, no es raro que haga que los cielos lloren en la que debiese ser su bienvenida. No es raro tampoco que recibirla se haya convertido en mi rito privado, un apertura de ventanas que ha ido creciendo en simbolismo a medida que la acepto. Ella, fecunda, me llena la cabeza y las manos y el lente y el pubis de ideas y ganas.
Ahora camino solo, en sus vísperas, mientras la ciudad se vacía, con sus palabras en mis manos, apretándolas como ella cuenta que ha sido apretada. Sus palabras me excitan, pero ahora el golpe llega al cuerpo entero. En silencios repentinos, en risas estertóreas, en deseos de cercanía.
Llego a mi casa, su voz aún en mis manos, y con ínfulas de macho cabrío, me la llevo a la cama. La escucho mientras empieza la soledad de ojo de tormenta antes de que los postigos exploten. Tántricamente, raciono escucharla para que me duren sus murmullos, sus penas, sus soledades lujuriosas. Quiero pasarme una vida escuchando cómo se moja, cómo se vuela, cómo se pedorrea. Cómo vive.
Pero escuchar sus historias es muy distinto a verla bañarse desnuda en el río. Sé que nunca seré tan buen cazador, ni confío en la inteligencia de mis perros. Los intentos de seducción siempre son fútiles, a fuerza de mi debilidad y su intransigencia. Siembro a su amparo, y cosecho durante sus elegías.



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