viernes, agosto 21, 2020

Manualidades.

Hace mucho tiempo aprendí sobre los peligros inherentes a andar por ahí desdibujando señoritas con palabras desespecificadas y vagas. He visto sus cuerpos, firmes y concretos, deshilarse hasta desaparecer en la línea de tinta al tiempo que ésta se esparcía en rulitos deformes sobre la hoja del cuaderno, siempre manchando mi mano mientras se deslizaba sobre los garabatos recién hechos.

Los años me han enseñado que éste es un juego peligroso, ya que se corre el riego de perder cosas valiosas en el disfrute masturbatorio de un otro. He visto perder el sentido a sonrisas importantes, apagarse inteligencias eléctricas y desgranarse inefables mazorcas de amistad y comunicación.

Pero hoy -con cautela y aprehensión- tengo que retomar la práctica, dado que la otra opción es el olvido, y eso es inadmisible. Mi mano tiembla, insegura, desaprendiendo aquello que le dije que no era bueno para ninguno de los dos.

Y pone sobre el papel esta oración, que asegura que tu pelo es una cascada de almendras, desprolija y ruidosa, deliciosa y tintineante, y que verte entre la multitud es como escuchar cascabeles entre las bocinas de la mañana.

Y sigue la mano, ya entrando en confianza, afirmando a quién quiera leer, que tu piel es un mar de crema, y que ella es un marinero nostálgico abandonado en un desierto de intolerancia a la lactosa. Se vuelve frenética apurando su tránsito sobre el papel, emborronando las palabras antes de que ellas te emborronen a vos. Tus verdades son más grandes, tus hilos mejor cardados, y mis rulitos de tinta caen ante la sólida trenza de tu existencia.

Ennegrecida por el mismo camino de tinta con el que pretende iluminarte, mi mano agradece a los dioses que hayan hecho tus sonrisas eternas, que sean la sombrilla del verano y la manta del invierno, gozosamente ignorantes de las inclemencias del tiempo en mi cabeza.

Pienso ahora en tus manos, y la mía propia, entumecida por la falta de costumbre de esto de andar anudando palabras sobre el papel, manchada y nerviosa, se detiene. No se cree capaz, desde lo mundano de su ser, de hablar de tus manos suaves, dadoras de caricias y sostenedoras de espadas, señaladoras de injusticias y apaciguadora de dolores y miedos.

Mi mano tiembla, y yo la entiendo. Juntos miramos el enchastre que hicimos en el papel, los jeroglíficos infantiles y nerviosos con que intentamos deconstruirte.

Tal vez ya sea suficiente; mi otra mano acaricia a la escribiente, aflojando sus falanges tensas, y ella es vos, y yo soy la primera, y ahora sé que no importa el desdibujo, porque ya estás dentro mío, y siempre tendrás alguna forma de aparecer y no dejarme olvidar.

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