martes, enero 18, 2011

Gorrión.

Un gorrión barriobajero, apocado, mínimo, que vuela con más ahínco que fuerza y más temple que gracia en esta ventolera de mitades de marzo. Sus alitas desplumadas, grises, flacuchas, se baten desesperadas empujando cada ráfaga bajo el enjuto cuerpecito, y la tierra que se mete en sus ojos, y los cierra, perdiendo el tempo. El viento lo desvía un poco y choca contra un poste de luz.
Ahora el batir de sus alas desprende un sonido metálico, oxidado y chirriante que se sobreimprime nítido sobre la voz del viento. El sonido se tuerce y se irrita, se traba consigo mismo, y deja caer una tuerca mínima de entre su plumaje sucio y desordenado. El gorrioncillo pía, aunque no se lo escuche, pía con fuerza y dolor, y sus huesos se descoyunturan y su alita se desprende con un simple clic sordo, austero, que se come el viento y me llega con la fuerza de tres golpes en la cara.
El cuerpo del gorrión gira ahora abrupto, entregado, arremolinándose sobre el ala restante, sin control ni destino, subiendo increíblemente, aceptando el destino inevitable. El ala se pliega y el pájaro inerte se desploma contra la acera, evitando los paraguas que aunque no llueva la gente no puede no abrir.

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