martes, octubre 06, 2009

Pomelo

Tengo en mi mano un pomelo, y es el momento justo. Es grande y macizo y me encanta ver su cáscara brillando en el sol.
Mi mamá me enseñó a comer pomelos cuando era chico. Ella me daba pomelos rosados, los partía a la mitad y los rociaba con azúcar. Era el trabajo de uno separar la pulpa de la cáscara, y todo se tapizaba del sabor arenoso de ese azúcar poco disuelta, y la ropa se pegoteaba de zumo y almíbar. Y si bien el placer de comerlo era extraordinario, no muchas veces valía la pena el esfuerzo.
Pero con este pomelo la historia es distinta. Este es un pomelo amarillo, y no los conocí hasta este año. Se muestran más grandes, pero es porque su cáscara es muy gruesa. Dentro de ella, cobijada dentro de una segunda capa esponjosa y blanda, está el placer de sus gajos. Algunas veces llegamos a esa verdad con facilidad, cuando el cabo que lo unía a la rama deja un agujero, y podemos introducirnos por ahí y destrozar la cáscara sin problemas. Otras veces tenemos que morder la cáscara y arrancar un pedazo, pero esto no es más traumático que lo otro. Pero a veces la coraza externa es extremadamente dura; lo podemos saber porque es cuando es más brillosa, más apetecible y más bella. En esos momentos debemos atacar la cáscara con un cuchillo, y abrir un boquete con fuerza y dedicación; sin dolor: esa belleza externa no es más que un indicador de lo realmente bello, que es lo que buscamos al final. Sin embargo, muchas veces en este proceso algunos gajos se lastiman y terminamos manchándonos con lo que pretendíamos disfrutar.
Es innegable que estos últimos pomelos son los mejores. Tras esa cáscara dura que nos cuesta penetrar, y atravesando ese otro colchón esponjoso más grueso y más aferrado a los gajos, encontramos un núcleo concreto y pequeño. No, no es pequeño; es concentrado. Porque este pomelo, que desnudo no sobrepasa el tamaño de una naranja raquítica, tiene el poder de un kilo de limones. Es ácido y potente, y rey de las paradojas, todo lo que tiene de amargo lo tiene de dulce. Sus gajos no son para la mordida tímida; lo manchan todo cuando explotan resolutos. Hay que saborear todo el gajo a la vez, sufrir lo que haya que sufrir, con tal de poder tener ese segundo de gracia, esa epifanía sensorial. Se cierran los ojos con la acidez, y se traga. La acidez se va, y la lucha de lo amargo con lo dulce seduce toda la boca, y la lengua baila saboreando todos los rezagos de la batalla.
Este solo pomelo, grande en apariencia, pequeño en realidad, e inconmensurable sensitivamente es todo lo que necesito en este momento. El momento justo.

1 comentario:

Javiera. dijo...

Lamento: no vivo en Santiago, si no mucho más al norte. Quizá se nos enfríe ese café.