sábado, octubre 31, 2009

Flujo de Pensamiento.

El iTunes se está actualizando. Necesito música ya. Necesito La Manzana Cromática. No sé porqué. Hace mil años que no la escucho. Necesito escuchar la voz de su cantante, melosa y aniñada. O Devendra Venhart. Alguno de esos. Necesito no silencio. Necesito no saber que es sábado, que es tarde y que hay silencio. Necesito no haber tenido que responder a la puerta y ver que unos chicos disfrazados me pedían golosinas, mientras yo esperaba con los dientes recién lavados que fuese alguien más. Necesito no pensar más en ella, y dejar de contar las semanas sin un abrazo.

Se actualizó, por fin. Banhart era, no Venhart. El contador de reproducciones está en cero; eso quiere decir que hace al menos tres meses que no lo escuchaba. Y tengo tres discos suyos, uno más de los que pensaba que tenía. Eso me hace pensar que hace al menos medio año que no lo escucho.

Now That I Know. Que mierda me hacía sentir esto, carajo. Esto es música para minas. Estoy escuchando a un tipo susurrándole en el oído a su novia. A Natalie Portman, el muy hijoderemilputas. Quisiera saber cantar. Tener ritmo. Quisiera poder explotar eso, y andar susurrándole cosas a las mujeres por la vida. Me acuerdo cuando le susurraba cosas sin mucho sentido y ella se dejaba llevar, y nos reíamos, pero me miraba y sabíamos que estábamos en otro lado.
Me acuerdo cuando me desgarraba en esos mails de perdón, y ella me respondía asuelándome, triste, más por ella que por mí. Ahí le susurraba. A distancia, con tiempo. Con cadencia. Era Barry White, yo. Debería empezar a escribir en Arial Black, y dejar de reírme en Impact Condensed. Dejar de hacerme el serio en Garamond, ni regocijarme en Bordoni. Dejar de mostrarme tan Century Gothic.
Pienso en Juanito el Cantor con el cambio de canción. No podría escucharlo. Me hace acordar a ella, a ese último verano que la ví, y me dejó a Juanito en la piel, y mi no interés en ella porque andaba acompañado.
No quiero ir más atrás. Releo y puedo adivinar horrorizado a dónde voy. No quiero llegar ahí. No quiero tener aparatos, ni ser petiso con un corte taza. No quiero hacer laberintos para tener en qué concentrarme para no ponerme a buscar unos ojos que reían y saltaban la soga.
Me encantan las aliteraciónes y las sineqdoques. Me encantaría metaforizar eso, pero sería burdo. O no. Porque siempre repito los mismos patrones en las relaciones, y siempre me confundo un atardecer en silencio con el amor. Me pregunto si la justicia poética es una verdad universal, una regla divina. Yo creo que los católicos deberían ser poetas, y demostrar a Dios a través de aforismos vulgares. Si la iglesia simplemente dijera "Dios es el olor de las primeras mañanas azules de humedad en primavera", yo sería creyente. Devoto y párroco. Leería la biblia que cínicamente puse entre el "Manual de Bomberos" y "La Eduación De Las Jóvenes". Que habrá sido de Job. Que habrá sido de Escher. Que habrá sido de mis dibujos a tinta de la infancia. Que habrá sido de mis compañeros de clase de dibujo.
Me pregunto porqué tuve una infancia tan de suburbio. Que bueno que en esa época no conocía ese concepto, y mi mundo se acababa en la Riccieri. La otra vez encontré mi primer cuaderno personal. Un Rivadavia rojo (en qué momento me enamoré del verde?), con etiquetas y una cinta de escarapela a modo de broche. Adentro tenía algunas poesías infantiles, apenas algunos ejercicios pueriles de métrica y rima. Una "Oda a Sarmiento", que recuerdo que fascinó a la maestra (no era tarea, la escribí porque sí) y me obligó a leerla el 11 de septiembre en el acto escolar; me acuerdo que me equivoqué a propósito en la lectura, para evitar ser tan evidentemente nerd. En ese cuaderno, llegaba un momento donde los ejercicios se acababan, y había, pegada a manchones de pasticola ennegrecida por mis dedos sucios, una hoja número tres toda arrugada. era el borrador de un cuento sobre un avión. Lo había empezado a escribir, y cuando lo estaba escribiendo me había dado cuenta de que se trataba. Era una metáfora inconsciente, sobre ella. Lo pasé en limpio y se lo regalé esa tarde. Nos habíamos besado por primera vez hacía dos días, y hacía dos días que había dado mi primer beso. Ella lo leyó, y me miró desconcertada. Yo se lo expliqué lo mejor que pude, y después le pedí que fuese mi novia. Me dijo que sí desganada, y a las dos semanas me pateó. Y después del borrador había 5 ó 6 páginas de uno de esos anotadores que mi viejo traía del banco, abrochadas una encima de la otra a una hoja del cuaderno que venía resistiendo el peso estoicamente. Los cuadernos Rivadavia son los mejores cuadernos del mundo. Eran poesías. Eran intentos de versos, intentos dolorosos de meter un sentimiento en una regla. Era un apnea horrenda. Las poesías pasaban, y a medida que pasaban el sentimiento era más civilizado, y la rima mejoraba.
Abajo de todas las poesías, en el cuaderno, escrito diagonalmente con jovialidad, decía que "parece que estar triste ayuda a escribir mejor".


Que maravilloso descubrimiento para la primera soledad de un chico de trece años. Lo bueno es que en aquella época podía hacerlo sobrio. Tal vez eso es lo que, según me dicen, me está haciendo alejar de mi lado humano.

3 comentarios:

Paco dijo...

Pff... Mucha verdad en este post como para pretender dejar un comentario sobre algo. En realidad firmo pa que veas que lo leí. Nos emborrachamos porque es la unica manera de volver a ser chicos. Cada vez que leo algo que escribí de adolescente no puedo evitar odiar al boudo en que me convertí.

joAco dijo...

Salú!

moipaprika dijo...

miralo a joaco volcando las emociones, como quien tira un vaso de agua sin querer queriendo en su cocina. Bueh, muchos volcamos las penas, y cuando lo hacemos rara vez estamos sobrios.