Ojeras

Se supone que de tener tiempo suficiente, uno podría cambiar tanto, que se podría pasar por todas la cualidades. Incluso ser francés. Por determinismo o por selección natural, resulta que terminé siendo todo lo malo primero, quedándome para el futuro las buenas cualidades. Por eso puedo decir con orgullo que mi vida es una pequeña y diaria lucha de superación personal, donde el mero hecho de seguir respirando implica una mejoría moral en mi persona.

Todos los defectos que fui acumulando durante mi adolescencia son combatidos por el sólo pasar de mis días; con casi nada de esfuerzo los voy reemplazando por defectos más sofisticados, y por lo tanto, más parecidos a virtudes.

Pero hay un defecto simple que aún no consigo. Puedo, probablemente, ser culpable de todo lo que se me acuse, menos viejo. Lamentablemente, aún no tuve el tiempo necesario para desarrollar la vejez. Por lo menos hasta hoy a la mañana.

Al salir de la cama e ir a mear por primera vez en el día, como es mi sana costumbre, suelo hacer una inspección de rutina de mi cara. Usualmente encuentro las mismas lagañas y la misma expresión de limitación mental cada día, pero hoy no. Hoy fue distinto. Sobre las cada vez más notorias ojeras y bolsas, mis ojos tenían una expresión impropia; miraban más allá del espejo, diciendo algo. Una mirada que imitaba muy bien la sabiduría.

Es momento de hacer una salvedad: cabe decir que mi cara no representa más de 16 años, aunque mi papada comienza a aflorar al tiempo que el cabello sobre mi cabeza empieza a espaciarse paulatinamente. Incluso a pesar de las ojeras que mencionaba, que son las compañeras de otro bello conjunto de líneas de expresión que tengo por ahí.

Y así estaba yo, acostumbrado a encontrarme cada mañana con el pendejo dormido y fronterizo, hasta que esta mañana me sorprende este hombre impasible, con su mirada dura y decidora. Apabullado por la visión, meé ido, y traté de repetir la experiencia; ahí estaba, aunque un tanto deslavado por la reiteración. Acercándome al espejo, busqué en mis ojos un cambio, pero eran los mismos de siempre a esa hora del día: pequeños y entrecerrados, con el ceño laxo aparentando estar fruncido. La concentración de mis ojos en buscar en ellos mismos banalizó el momento, por lo que cuando me cansé de buscar, yo ya era el yo de siempre.

Ni sabio ni limitado, mi intelecto alcanzaba hasta la puerta reflejada en el espejo.