Jacarandaño
Naciste vos, y tus cuatro hermanos.
Como cachorros, fueron repartidos con diferente éxito.
Uno se fue a la montaña como una ofrenda de amistad, que murió al primer invierno, en un ambiente hostil para sus sueños tropicales.
Uno se fue para el campo, a un par de manos verdes y sabias, y lejos de mi influencia crece hoy en día con vistas a ser un árbol grande y orgulloso
Uno se quedó en el patio donde nació, entre plantas bien cuidadas. Pero su innecesaria muerte fue culpa mía, y de mis malas indicaciones para sus cuidados.
Vos y tu último hermano, los más grandes de la camada, se quedaron conmigo. Ese primer invierno tu hermano murió, por culpa de los mismos malos cuidados que mataron a tu hermano del patio.
Y vos, agonizando.
Aguantaste bastante, considerando el maltrato y desidia qué recibiste. Pero reviviste de tu muerte de niño. Pequeño, con apenas fuerza para sacar un par de hojas, arrimado al borde de tus fuerzas.
Y ahí te abandoné en tu maceta pequeña, al costado de otras más grandes, con hijos de esta tierra, creciendo sin obstrucción. Cuando me acordé de trasplantarte, casi no tenías fuerzas. Tus raíces inundadas, en una tierra incapaz de respirar, se pudrían apretadas contra la maceta de plástico.
No te quedaron fuerzas, y tus ramas de secaron. Innecesariamente, te cortaron las ramas, y no te quedó opción para ganar. Y yo no visité más tu tumba en el patio.
Porque hoy creo que estas muerto, escondido entre la hierba, con la maceta invadida por los locales, sin nadie que te haya intentado ayudar. Tus raíces inválidas, desconectadas de otras plantas de tu historia.
Igual voy a tratar de revivirte, de creer que todavía tenés chance. Voy a limpiar tus raíces, darte un espacio, darte tierra, darte alimento. Y esperar.
Tal vez el calor del verano te dé un tiempo de ser vos de nuevo, de recordar la fuerza con la que llegaste, y ser una fuerza de vida de nuevo.